martes, 18 de julio de 2017

18 DE JULIO: FASCISMO Y DICTADURA



Hace 81 años se produjo la sangrienta rebelión militar contra la II República, dando inicio a una larga guerra civil de tres años y a la instauración de una feroz y desatada represión contra los vencidos. La dictadura franquista se prolongó demasiado tiempo, favorecida por el anticomunismo de la guerra fría, y sólo fue abolida como régimen legal a partir de diciembre de 1978, con la promulgación de la Constitución democrática y la amplia disposición derogatoria de la misma. El franquismo sin embargo mantuvo su violencia sobre la memoria y la política y ha prolongado su vigencia cultural y política hasta hoy mismo. Las resistencias y los obstáculos a la memoria histórica, a la recuperación de los cuerpos de los fusilados, la negativa a poder localizar los lugares y los restos de las personas “desaparecidas” por haber sido asesinadas por los vencedores, es actualmente un lugar común en el debate político de nuestros días. Lo que subyace en la inmanencia del franquismo en la sociedad democrática actual es la permanencia de una visión de vencedores y vencidos que es inmutable y que la democracia no puede modificar ni siquiera simbólicamente. La idea en fin de la irreversibilidad de los fines cumplidos por la dictadura, la defensa de la dominación de clase y la derrota de una profunda reforma social y económica.

Hubo un tiempo en el que esta inmanencia del franquismo en la democracia se expresaba a través de un eufemismo: “el régimen anterior”. Todo para evitar hablar de dictadura y sobre todo para erradicar el término “fascismo”, que lo relacionaba con la derrota militar del nazifascismo (1939 – 1945) y, aún peor, con algunos episodios importantes de resistencia popular frente al mismo en Italia y en Francia o en los Balcanes y en Grecia, y que es una ideología considerada aberrante por las democracias occidentales europeas. Lo que trae a la mente el debate intenso en los años sesenta y setenta sobre la “naturaleza” del franquismo, que Ismael Saz Campos, en su interesante monografía “Fascismo y Franquismo “ (Publicaciones de la Universidad de Valencia, 2004), resumió de manera muy útil. En efecto, en 1964, en pleno desarrollismo franquista, el sociólogo español J.J. Linz, desde la universidad de Yale en USA sostuvo que el franquismo no era una dictadura fascista sino un régimen autoritario. El franquismo se situaba así en un “limbo autoritario” intermedio entre el totalitarismo (que era la categoría acuñada para colocar en el mismo espacio al nazismo y al comunismo estalinista, lo que era funcional al discurso de la guerra fría) y los bienes de la democracia representativa de los países del occidente europeo y de los Estados Unidos. Esta definición del franquismo tuvo una gran aceptación, y fue repetida por muchos especialistas en ciencia política, aunque con algunos matices, como los que diferenciaban entre una fase “semifascista” en los primeros años del régimen (entre 1939 y 1953, es decir entre el comienzo de la posguerra y el cese de las cartillas de razonamiento y la firma del acuerdo con los Estados Unidos sobre las bases militares) y el sistema autoritario posterior, como sostuvo Stanley G. Payne.

Pero para otros muchos, lo determinante en el franquismo es su carácter de dictadura de clase, lo que permite en efecto definirlo correctamente como fascismo, aunque adopte una forma peculiar debido a la fuerte presencia de la Iglesia y el tradicionalismo católico y el peso determinante del Ejército, como recordarán Carmen Molinero y Pere Ysàs. Esta perspectiva, lo que caracteriza a este régimen político es su defensa frente a un orden social amenazado, lo que subraya el contenido de clase de la dictadura.

Puede en efecto examinarse la composición concreta de los grupos que sostienen la dominación de clase durante la dictadura, su alargamiento y su relativa transformación, pero no conviene olvidar, porque allí no hay ninguna duda, quienes fueron los perdedores del régimen que inició su sangrienta andadura mediante la rebelión del 18 de julio. Y éstos fueron ante todo la clase obrera organizada y el campesinado, así como las fracciones republicanas y liberal-demócratas de la burguesía. “Franquismo y fascismo – escribirá, apropósito de las primeras manifestaciones de aquél Luis Mariano González, de la UCLM, en su monografía del 2009 – son inseparables especialmente en los duros años de la posguerra, aunque formas y modos fascistas pervivieron en España hasta la muerte del dictador en 1975”.

Para los laboralistas, la dictadura mantuvo siempre ese rasgo distintivo, el de combatir y proscribir la vertiente colectiva de las relaciones de trabajo, arrasando a los sindicatos creados y presentes en el mundo laboral desde la etapa liberal, que se habían fortalecido de manera importante durante la II República. No sólo se disolvieron todas las organizaciones obreras – partidos y sindicatos – sino que se procedió al exterminio físico de aquellos dirigentes y militantes que no murieron en la guerra o que no se exilaron. Los bienes de estas organizaciones fueron confiscados y el aparato represivo en donde el fascismo como ideología y como violenta expresión del poder tuvo una especial presencia, reprimió con saña cualquier intento de recomposición de estas organizaciones libres. La creación de organizaciones católicas obreras fue casi inmediatamente motivo de sospecha y de persecución justamente por situarse en un espacio social que la dictadura castigó especialmente. La persecución de las centrales históricas, especialmente la UGT, pero también la CNT, corrió en paralelo a la incriminación penal de las que se pretendieron crear nuevas, como la Oposición Sindical Obrera (OSO) y semejantes. No es necesario recordar que la aparición de las Comisiones Obreras como forma peculiar de organización y defensa de los trabajadores, fue rápidamente reprimida policialmente y mediante la acción del Tribunal Supremo que las declaró asociación ilícita con la correspondiente sanción penal del Código Penal y su enjuiciamiento a través del Tribunal de Orden Público.

En cuanto  la huelga o  cualquier medida de acción colectiva, su misma evocación implicaba la triple reacción de castigo: la más eficaz sanción del despido, a cargo de los empresarios, la detención policial y, en muchos casos, la incriminación penal, aunque más frecuente mediante los delitos de asociación ilícita y propaganda ilegal que mediante el delito de sedición que castigaba la huelga. Y recordemos que hasta en 1975 se efectuaron consejos de guerra, en donde la participación del ejército faccioso se requería como una prueba de fuerza, para condenar a prisión a sindicalistas por haber participado en una manifestación en defensa de su convenio, como sucedió en el Ferrol.

El odio y la violencia de la dictadura se proyectaba fundamentalmente frente a la clase obrera organizada, la única que podía poner en peligro la dominación de las sucesivas “coaliciones” de los poderes económicos que gobernaban el país impidiendo de manera permanente cualquier alteración de las posiciones de privilegio y de sometimiento de las que gozaban y que a su vez permitía la construcción de amplias capas de apoyo a la dictadura en las clases medias  mediante un capitalismo asistido y el ascenso social de grupos leales. La represión de sectores importantes de otras clases medias ilustradas, en donde el factor generacional resultaba muy importante, nunca tuvo la contundencia que sin embargo buscaba y obtenía la dictadura respecto al movimiento obrero con conciencia de tal.

Esa hostilidad permanente, a la que sólo se podrá fin mediante la amnistía laboral y la constitución, que son los ejes del cambio democrático en esta materia, se materializó asimismo en la politización indudable de este conflicto, que es el conflicto central sin el cual no se explica el franquismo ni la lucha contra la dictadura. La democracia en el Estado español, y es siempre necesario recordarlo, la trajo la lucha abierta del movimiento obrero y sus aliados de clase contra un sistema cuyo aparato represivo – fundamentalmente policía y magistratura, custodiados por las fuerzas armadas – actuó hasta el final de sus días (1977) como instrumentos directos de la dictadura de clase contra la clase trabajadora organizada.


El fascismo anidó siempre en el franquismo. Y conviene recordar que la violencia terrible de ese sistema se ejercitaba como sometimiento cultural, económico y social de los y las trabajadoras de este país. El 18 de julio no sólo fue una rebelión fascista contra un sistema democrático que quería, con sus contradicciones, llevar adelante un proceso de reformas sociales avanzadas. Fue también y de manera especial, el comienzo de un diseño de contención y disciplinamiento de los sujetos colectivos que representaban a la clase obrera española y que pretendían poner fin a tantos años de atraso y sujeción económica y social en este país. 81 años después, recordar estas verdades es siempre conveniente, más aun frente al negacionismo que tantas personas y hasta grupos políticos mantienen al respecto.

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